Israel: un mes de dolor, trauma y venganza | Internacional
Primero, shock y miedo; luego, dolor y rabia. Ahora, un mes después de su jornada más letal en 75 años de historia, con el ejército rodeando la capital de Gaza y una especie de postrauma colectivo, un sentimiento une a los distintos grupos sociales de Israel: es la hora de la revancha. Es el mínimo común denominador en el que se encuentran ―con distintas inflexiones― la calle, los dirigentes políticos y militares y los medios de comunicación, aunque diverjan sobre la responsabilidad del primer ministro, Benjamín Netanyahu, o sobre cómo liberar a los más de 240 rehenes en Gaza. Se trata de la certeza de que el famoso lema posterior al Holocausto, “Nunca más”, ha vuelto a cobrar sentido, e Israel no tiene más alternativa que acabar por la fuerza con la amenaza que supone tener a Hamás al otro lado de una frontera que creía inexpugnable y resultó porosa, como si el conflicto de Oriente Próximo hubiese comenzado aquel 7 de octubre en el que la milicia palestina mató a 1.400 personas. De que los civiles muertos en Gaza son un daño difícilmente evitable o ―como sugirió el presidente del país, Isaac Herzog―, cómplices. Y de que, como se suele decir en Israel, “esto no es Suiza”: aquí se comen al débil y toca restaurar el poder de disuasión.
Suelen cambiar dos cosas, según el posicionamiento ideológico. Una, la palabra escogida: desde “victoria”, la que domina la entrada a Tel Aviv con la bandera nacional e imágenes de soldados, hasta “venganza” o la frase talmúdica “[Si alguien viene a matarte], levántate y mátalo primero”, presentes en las carreteras de Cisjordania que recorren tanto palestinos como colonos israelíes. La otra, el alcance del habitual “ellos” genérico: puede significar Hamás, quienes lo apoyan, todos los gazatíes o todos los palestinos. Todo con la vida entre paréntesis: 200.000 israelíes desplazados de las fronteras con Líbano y Gaza, 360.000 reservistas movilizados, muchos comercios cerrados y pocas sonrisas en las calles.
Uno de esos reservistas es el marido de Mika Assa, que pasea inquieta su perro entre las calles desiertas y oscuras de la habitualmente vibrante Yaffa, la localidad de mayoría árabe junto a su Tel Aviv natal y en la que el Ayuntamiento ha puesto carteles en árabe y en hebreo con la frase: “Superaremos esto juntos”. Assa, de 29 años, divide su miedo en fases. Una primera, que define como “existencial” y conecta con la experiencia de sus bisabuelos al huir del Holocausto, de República Checa a Suecia. “Veía las imágenes [del ataque] y no me podía creer que fuesen reales. Pensaba que todo podía pasar, que nunca podría salir de casa ya, que podrían llegar también aquí los terroristas. Sí, ahora tenemos un Estado y un ejército fuerte, pero es la misma sensación de que nos quieren matar y no tenemos adónde ir”. Ya se atreve a salir a la calle, pero vive preocupada por su marido, desplegado en la frontera con Líbano. “Te mentiría si dijese que me siento igual de cómoda al pasar cerca de árabes. En general, estoy a favor de la paz, pero veo las imágenes de Gaza y me resultan menos duras que antes del 7 de octubre”, admite.
Las imágenes de Gaza que se ven en Israel tampoco son las que dominan los informativos del resto del mundo. No hay apenas cadáveres de niños o familias huyendo de los bombardeos. Solo las informaciones del ejército sobre el avance de las tropas o los líderes menores de Hamás “eliminados”. El canal 14 de televisión, el favorito de la derecha, tiene un contador en su especial “Israel vence” en el que engloba a todos los gazatíes muertos (más de 10.000, este lunes) como “terroristas eliminados”. Es el mismo canal en el que un experto militar de un instituto asociado a la Universidad de Tel Aviv, Eliyahu Yossian, insistía en que en Gaza “no hay inocentes”, solo “2,5 millones de terroristas”. Hace dos semanas, dos corresponsales de asuntos militares debatían en la radio castrense. Al sentir que sonaba contemporizador, uno de ellos aclaró: “Que nadie se equivoque: yo estoy a favor de que mueran 100.000 [en Gaza]”.
En el plano político, con un Gobierno de unidad nacional al que ha ingresado parte de la oposición, cambia el lenguaje, pero no el tono. El presidente, considerado una voz moderada, ha calificado de “absolutamente falsa” la “retórica de que los civiles de Gaza no son conscientes, ni están involucrados”. “Podían haberse levantado, luchado contra ese régimen malvado […]. Hay toda una nación ahí que es responsable”, ha dicho. Merav Ben-Ari, diputada del partido opositor que lidera Yair Lapid, Yesh Atid, dijo recientemente en el Parlamento que “los niños de Gaza se lo han buscado”. Y Galit Distel Atbaryan, la diputada del partido de Netanyahu (Likud) que hasta hace poco ostentaba la cartera de Diplomacia Pública, ha pedido que el ejército actúe de forma “vengativa y cruel” para “borrar toda Gaza de la faz de la tierra”. “Que los monstruos gazatíes corran hacia la valla sur e intenten entrar en territorio egipcio. O mueran”, tuiteó.
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Un ministro, el ultraderechista Amijai Eliyahu (Legado), acaba de considerar “una de las opciones” lanzar una bomba atómica sobre Gaza, porque allí “no existen no involucrados [civiles]”. Netanyahu lo ha desautorizado, pero habla en sus discursos de guerra entre “los hijos de la luz y los hijos de la oscuridad” y menciona a Amalek, la nación enemiga de los israelitas en la Biblia cuyo exterminio pidió Dios al rey Saúl: “Tenéis que recordar lo que Amalek os ha hecho, dice nuestra Sagrada Biblia. Y lo recordamos”.
Animales
Impera también el mensaje deshumanizador. Del ministro de Defensa, Yoav Gallant (“nos enfrentamos a animales y actuamos en consecuencia”), o del asesor de Seguridad Nacional, Tsaji Hanegbi (“se suele decir que son animales, pero quien tiene un perro en casa sabe que no son animales, son monstruos”). O de Gilad Erdan, el embajador que causó polémica al llevar en la ONU la estrella de David que los nazis obligaban a ponerse a los judíos: “Solo hay una solución para curar un cáncer: eliminar todas las células cancerosas”.
La dimensión del ataque de Hamás, que causó unos 1.400 muertos, en su mayoría civiles asesinados en sus casas o en un festival de música, ha despertado en los judíos israelíes el fantasma del Holocausto. Como si las horas esperando a que llegasen las fuerzas de seguridad aquel 7 de octubre hubiese hecho que los habitantes del Estado más poderoso de Oriente Próximo ―nacido tres años después del genocidio nazi, que ocupa militarmente Cisjordania desde hace medio siglo y cuenta con armamento nuclear y el apoyo de Estados Unidos― se vean ahora en el espejo como un niño indefenso en el gueto de Varsovia.
Lo expresa Osher Yanah, un sefardí tradicional de 25 años, en la tienda-cafetería de Tel Aviv que regenta, “ansioso” por que lo convoquen para entrar en Gaza: “Estamos acostumbrados a que haya gente que nos odie, pero no esperábamos algo así. Los dos primeros días no reconocía a mi país. No era en el que había crecido. Perdimos la autoestima. Pero, como dicen: ‘La gente débil genera tiempos duros y los tiempos duros generan gente fuerte”. Yanah asegura que “los niños de [la guerra de] 2014, a los que nos decían que no dañáramos, son los terroristas de 2023″. “No quieren judíos. Punto. Ni en su territorio, ni el nuestro ni en el de, no sé, Italia […]. La única solución que veo es matar a todos los activistas de Hamás, reocupar Gaza y educar a la gente allí en el amor a los demás y la paz. Educación occidental, como la nuestra, no medioriental”.
Las ganas de venganza de Yona Levin llegan hasta Irán: “Hay que destrozarlo. Todo el mundo entiende hoy que hay que ir hasta el final”. De 59 años, religioso y empleado en una tienda de aparatos electrónicos en el barrio de Gueulá de Jerusalén, quiere expulsar a todos los gazatíes para siempre. “No hay lugar para ellos aquí. Y si Europa quiere ayudar, que se los lleve. Yo lo pago”. ¿Los que se queden? “A ellos nos les importa que sus hijos mueran, nosotros santificamos la vida”.
El historiador y escritor israelí Gideon Avital-Eppstein daba su diagnóstico hace dos semanas, en una manifestación en Tel Aviv contra Netanyahu: “La mayoría de israelíes están hoy en disonancia cognitiva. Hasta hace poco pensaban que había algo parecido a la paz y que estaba funcionando”. Es el contexto que nunca aparece en las conversaciones.
Pese a que el ataque de hace un mes reveló un fracaso en cadena de los distintos cuerpos de seguridad, se mantiene la confianza en el ejército, no así en el desprestigiado Netanyahu. Un 55% de la mayoría judía se fía más del primero, por solo un 7% en el segundo, según un sondeo difundido el pasado día 31 por el think tank Instituto Israelí para la Democracia. Sigue siendo de largo la institución más valorada, como se ve en los ánimos a quienes pasean en uniforme o los carteles con frases como “Volved sanos y salvos” o “Todos somos un Israel”. Redes de voluntarios cocinan para los soldados, McDonald´s les proporciona 4.000 comidas diarias gratis y un 50% de descuento y una red de gasolineras los invita a café.
Ariel Yuri no está en esa disonancia cognitiva. Aparca su bicicleta en un puente del paseo marítimo de Tel Aviv y, pese a la situación, insiste en sonreír para la foto. Se confiesa “en shock” de sentir que su “existencia no está garantizada” y de “tener que recordar la historia judía”. Pero también siente que su país “ha perdido la brújula moral” en su respuesta. “Sigo viendo a la gente de Gaza igual de seres humanos como nosotros. No se me ha roto el deseo de paz. No he dejado de aprender árabe, ni de tener amigos palestinos. Claro que estoy enfadada con la gente que hizo eso, pero no con el resto de palestinos. Eso es racismo. Ahora mismo, en mi país, la mayoría odia. Y yo rechazo odiar”.
Dos colectivos que reciben estos días mucho de ese odio son los muy minoritarios judíos ultraortodoxos antisionistas (su protesta quemando la bandera nacional toca hoy una fibra tan sensible que fue brutalmente disuelta por la policía) y la minoría árabe: ese 20% de la población palestina por identidad, pero israelí por nacionalidad.
Entre los primeros está Shmuel Brenner, en el barrio ultraortodoxo de Mea Shearim, en Jerusalén, donde se pueden ver pintadas de banderas palestinas o frase como “sionistas = nazis”. Tiene 28 años, cuatro hijos y atiende en yidis a los clientes que entran a su comercio de artículos religiosos judíos. Paga cada consulta médica y lleva a sus hijos a un colegio privado para no recibir indirectamente ni un séquel de un Estado que, a su juicio, no debería existir hasta que llegue el Mesías. “No rezo para que gane el ejército, sino para que desaparezca Israel, que nos mete cada vez más en el barro”. “Sí”, aclara, “me duelen los muertos [del 7 de octubre]. Es mi pueblo. Pero no más que los de Gaza”.
Amy (no quiere dar su apellido) pertenece al segundo grupo, la minoría palestina. En Yaffa, donde hace dos años estallaron enfrentamientos entre judíos y árabes, la policía está muy presente y pocos quieren hablar en público. Tampoco pronunciarse en las redes sociales. Según la ONG Mosawa, se han abierto 171 investigaciones por incitación al terrorismo a palestinos con ciudadanía israelí por mensajes en redes sociales como llorar los cadáveres de Gaza.
“Entiendo de dónde viene su dolor”, dice Amy, “pero ahora nos tratan como si todos fuésemos de Hamás. Lo que hizo Hamás no es humano, pero ¿acaso no tengo derecho a sentir dolor por lo que pasa en Gaza?”. Asegura que no se atreve a contarlo en TikTok porque la “arrestarían en minutos” y se queja de que sus amigos judíos le afeen no salir a condenar el ataque de Hamás. “Lo haré cuando también pueda denunciar lo que pasa en Gaza sin que me arresten. ¿Cómo puedo dividir el corazón? Igual que sus rehenes están allá, nuestras familias están allá. Aquí, hasta que no agitas la bandera y aceptas hasta las cosas menos lógicas, no te aceptan. No entienden que todo es venganza. Unos se vengan de otros. Y si la muerte de un niño te duele más que otra, ¿qué es sino racismo?”.
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